De prejuicios, metáforas y lenguaje
Conocí al Dr. Valero, médico ginecobstetra, en aquellos años en que formé parte del equipo multidisciplinario de investigadores del CIMI-GEN (Centro de Investigación Materno Infantil del Grupo de Estudios al Nacimiento). Al Dr. Valero y a mí nos tocó realizar juntos mucho trabajo de campo en zonas suburbanas de la Delegación Iztapalapa en la Ciudad de México, levantábamos un censo de salud apoyándonos de enfermeras obstétricas para la recolección de información que se hacía directo en viviendas
Todas las mañanas el Dr. Valero, un equipo de 11 enfermeras y yo, nos transportábamos en una camioneta combi, propiedad del CIMI-GEN, a las diferentes comunidades y cada determinado número de calles un par de enfermeras se bajaban de la unidad y comenzaban a aplicar encuestas de casa en casa. En total, lográbamos un promedio de 50 encuestas de caso por día (pues hacíamos un historial clínico por cada miembro de la familia que vivía en la misma casa y muchas veces había más de 8 miembros por hogar), al final del día la camioneta, que conducía yo, volvía a pasar por cada una de las 5 parejas de enfermeras (y su supervisora), al mismo sitio donde se habían quedado a trabajar al inicio del día y nos reuníamos en el hospital para avanzar en trabajos de codificación y captura al cierre de cada jornada.
Esa rutina se repitió de lunes a viernes durante un promedio de 4 meses ininterrumpidos. A lo largo de los trayectos de ida y vuelta tuve la oportunidad de conversar mucho con el Dr. Valero y de conocerlo más a profundidad: él me solía platicar de la impresionante cantidad de cirugías (cesáreas, más específicamente), que practicaba cada semana en los diversos hospitales públicos en los que trabajaba y de los tiempos record que había logrado marcar, en cada cesárea, tras la enorme práctica acumulada. Un día, ya entrados en amistad, me confesó que no sabía manejar y que su estatura no le ayudaba a acomodarse con los vehículos (es un hombre muy bajito y de brazos y manos muy pequeñas), pero que, sin embargo, era una de sus grandes ilusiones en la vida aprender a manejar. Sabiendo ese dato le propuse un trato: “Doc., qué te parece si yo te enseño a manejar la combi del CIMI-GEN y tú me invitas un día a una cirugía para lograr un registro fotográfico que me permita ilustrar los datos y trabajos de la encuesta una vez que la analicemos y publiquemos oficialmente”.
Y así quedamos, al día siguiente iniciamos las clases de manejo y tras una serie de adaptaciones a la palanca de velocidades y a los pedales del acelerador, del freno y del clutch -para que el Dr. Valero pudiera tener todo a su alcance- iniciaron las tan esperadas clases de manejo. Durante semanas me empeñé en enseñarle cómo conducir la combi y los intentos fueron estériles, no había manera de que lograra coordinar el movimiento entre el acelerador y el clutch, al tiempo en que debía mover la palanca de velocidades para hacer el cambio y revisar su espejo retrovisor e iniciar la marcha del vehículo
El Dr. Valero se dio por vencido y desistió de la idea de algún día poder conducir un auto: “Eduardo, me dijo seriamente, me doy por vencido. Gracias por el empeño y dedicación pero esto de la manejada no es para mí, ¡me rindo! Pero no olvido mi promesa, el próximo viernes tengo cirugía y ya he avisado que entras conmigo a quirófano, trae tu cámara”.
Y fue ahí cuando entraron mis prejuicios: “¿cómo es posible que un médico cirujano, que diciéndose experto y veloz en realizar una cesárea, que debe tener una precisión quirúrgica para manejar el bisturí, para suturar y para manipular órganos blandos de una paciente, pueda a la vez tener este nivel de torpeza y descoordinación al frente de un simple vehículo?. ¡Esa cirugía va a ser un desastre, conjuré!”
El día tan esperado para mí llegó, entré a la sección de esterilización a ponerme mi pijama de quirófano, a lavarme las manos y a aprender cómo colocarme los guantes, cómo cerrar la llave del agua usando el mecanismo de extensión para no tocar las llaves con las manos sino con el antebrazo, dónde y cómo pisar para no contaminar mis botas de cirugía, etc. Todos los médicos ahí presentes fueron muy amables conmigo, me explicaban la estructura y organización del quirófano, la función de todos y cada uno de los ahí presentes y me indicaron dónde colocarme para no estorbar y lo que estaba prohibido y permitido hacer en dicho lugar.
Segundos después de recibir todas mis instrucciones se abrieron las puertas del quirófano y una diminuta persona, también con su pijama de quirófano entró en el lugar y todos los médicos le mostraban respeto. Se trataba del Dr. Valero que entraba con gran aplomo, dominio y seguridad al recinto, y debo decir que parecía ser correspondido por todos ya que, de una manera muy sutil y casi imperceptible, hacían una reverencia e inclinaban un poco la cabeza ante su llegada.
Los campos estériles se colocaron alrededor del vientre de la paciente y la asistente de cirugía bañó de benzal (antibenzil) toda aquella zona de piel que habría de ser abordada. En ese instante el Dr. Valero, que no había dicho ni media palabra desde que llegó al quirófano, dijo en voz alta y firme, “Me voy…”. Mis prejuicios seguían a todo galope y se incrementaban juiciosamente: “claro que se va, pensé yo, este hombre quiere huir porque no debe saber operar, si no puede controlar un auto menos podría con una cirugía”. Seguía yo en esa lógica de pensamiento cuando escucho a la ayudante decir “no Dr. Valero, por favor, espere…” esas palabras confirmaban mi teoría de la huida que estaba por suceder. En ese momento, observo que la instrumentista acerca un pequeño banco a un costado de la plancha de quirófano y el Dr. Valero vuelve a decir, “ahora sí, me voy, me voy…”. Y yo no dejaba de sufrir por aquella mujer a quien yo imaginaba ya abandonada a mitad de la cirugía como a novia que dejan plantada al pie del altar. Lo peor de todo es que yo me sentía con la obligación moral de asistir a tan indefensa mujer y de no dejarla ahí postrada y vulnerable a su suerte, todo ello a sabiendas de que yo no era médico y que no tenía claro qué podría hacer por ella.
El Dr. Valero dio un paso al frente, subió en el pequeño banco y volvió a exclamar “me voy”…¡Y en ese instante comenzó la magia!:
El Dr. Valero logró una incisión profunda y perfecta con un solo corte y de una sola intención. El vientre de la paciente se abrió y las diminutas manos del Dr. Valero comenzaron a moverse ágil, precisa y hasta armónicamente dentro de la cavidad abdominal, era sorprendente la destreza y coordinación con la que el Dr. Valero abría capas, colocaba pinzas, limpiaba los fluidos con gasas y me iba mostrando los colores, texturas y tamaño de órganos, músculos, tejidos y piel. Era sorprendente y admirable la habilidad de aquel hombre para manejar los instrumentos, para suturar, para dar órdenes y monitorear a la paciente al tiempo que me mostraba y explicaba los procesos y las maniobras que iba efectuando, parecía que el Dr. Valero había sido tocado por las musas y por los ángeles, era casi poética su actuación y ante mi apareció un gigante de la cirugía.
Más me tardé en preparar lentes y filtros de mi cámara para tomar las mejores fotos desde los mejores ángulos posibles, que lo que el Dr. Valero tardó en quitarse los gantes, salir del quirófano y mostrarme orgulloso el cronómetro de su reloj. ¡La cirugía se efectuó a la perfección en tan solo 15 minutos y la sutura exterior podía ser la envidia de cualquier sastre que presume hacer zurcido invisible!
Entendí que dentro de la cultura y de los usos y costumbres de la comunidad médica, la expresión “me voy” tiene un significado muy claro, que existe un lenguaje propio y distintivo que emplea metáforas y modismos para designar las actividades cotidianas de los médicos y recordé entonces mis clases de etnolingüística y la premisa de que hay una gran diferencia entre “lo qué quiere decir” tal palabra y “lo qué quieres decir” con tal palabra.
Podemos afirmar que la analogía sigue siendo una de las formas privilegiadas para acercarnos al fenómeno de la realidad, una realidad que es expresada en sentido lingüístico. De ahí la importancia de las metáforas como formas de expresión y de que nosotros, como investigadores, seamos capaces de entender la relación entre lenguaje, cultura y comunidad para poder entender y analizar lo que se estamos estudiando.
Volví a retomar mi invitación al Dr. Valero para reanudar las clases de manejo, esta vez lo hicimos con un automóvil -y de transmisión automática-. Hoy en día el Dr. Valero conduce, tan hábil y poéticamente como efectúa sus cirugías, un flamante auto de origen japonés y se desplaza con gran destreza por ciudades y carreteras de este país. Mi reconocimiento y admiración a tan singular personaje