En el tronco común de la UAM-X (Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco), donde ingresé en el 83 para cursar la carrera de Sociología, había estudiantes de todas las áreas y disciplinas pues una de las apuestas más importantes del modelo educativo de la UAM era la “multidisciplinareidad”. En la primera práctica de campo que realizamos en una comunidad rural del estado de Hidalgo, mi equipo estaba conformado por Lety, una chica con conocimientos de enfermería, Manuel, un tipo muy audaz que quería ser ingeniero, mi amigo y tocayo Lalo, quien iba para psicología y por mí, que estaba pretendiendo especializarme en sociología rural.
En aquel poblado conocimos a Cata, una mujer relativamente joven quien recién había enviudado no sin antes haber quedado embarazada de su primer hijo: el suyo, nos pareció un caso interesante para realizar las prácticas. Cada mañana que salíamos desde la escuela primaria en la que acampábamos hacia la casa de Cata (para llevar a cabo nuestras tareas de investigación), nos topábamos con Don Ramiro, un hombre mayor que recorría todo el poblado de bastas extensiones y casas muy separadas entre sí con su burro cargado de pulque y agua miel, así se ganaba la vida aquél hombre. Se volvió una costumbre que cada mañana Don Ramiro nos despidiera diciendo “los miro luego, en ca e Cata”, pues él terminaba su recorrido de cada día justo en aquella última y más apartada casa del pueblo: la casa de Cata.
Una mañana Cata no salió a recibirnos, como era habitual, con su gran sonrisa y su plática interminable, ¡se hallaba postrada sobre un petate en pleno trabajo de parto!, alrededor del fuego central de su vivienda (un cuarto redondo, propiamente dicho), había trapos de manta, una olla de peltre con agua y un par de piedras dentro, así como una pequeña montaña de tierra que Cata había colocado allí por alguna razón. Lety, nuestra compañera de equipo, se arrodilló de inmediato para asistirla (como enfermera parecía saber muy bien lo que hacía), nosotros, los hombres, dábamos vueltas confundidos y asustados sin saber qué hacer. Afortunadamente ellas sí tenían claro el proceso y, tras el susto e impacto iniciales, nos orientaron tan bien que resultó fácil auxiliarlas.
Cata empinaba sobre su boca una y otra vez un frasquito lleno de pulque y bebía desesperadamente pretendiendo alejar el dolor mientras pujaba, Lety hervía el agua sobre el fuego y le indicaba a Cata cómo respirar para no hiperventilar, Manuel y yo colábamos la tierra con una manta de cielo para extraer un fino polvo libre de piedras, mi tocayo registraba todo el suceso en su libreta, ¡escribía sin parar!
Luego de hora y media de esfuerzos, sudores y nervios conjuntos el niño nació. Cata cortó el cordón machacándolo con las piedras hervidas, nosotros nos encargamos de preparar la cataplasma de barro húmedo y caliente con la que posteriormente se envolvería el vientre del bebé protegiendo su ombligo, Lety limpiaba el lugar, aseando a la madre y al hijo y arropándolos… Lalo, mi tocayo, nos hacía señas en silencio indicando que había llegado el momento de retirarnos y dejarlos descansar.
Ese hecho maravilloso que tuve la dicha de presenciar fue el antecedente que sirvió para que pocos años después, junto con un equipo multidisciplinario de médicos generales, enfermeras, trabajadoras sociales, psicólogos y ginecólogos, pudiéramos arrancar el servicio de Partos a Domicilio asistidos por enfermeras obstétricas en zonas suburbanas del sur de la capital; un servicio cuyo espíritu era preservar la tradición de la partera empírica minimizando los riesgos de salud. ¡Todo ello se gestó algún día, en ca e Cata!